he cruzado océanos de tiempo para encontrarte
(Bram Stoker's Drácula, de F.F. Coppola)
Suministrada a granel por la peculiar revisión cinematográfica de la novela gótica decimonónica, con exponentes tan universales como Goethe, Abraham Stoker, Lord Byron, William Polidori, Sheridan Le Fanu, Mary Shelley, Theophile Gautier, Paul Feval o Leon Tolstoi, y un siglo después Anne Rice, Stephen King, Charlaine Harris o Stephenie Meyer, la romántica percepción que la mayoría de nosotros tiene hoy de estas inquietantes criaturas en poco o nada se ajusta a su ancestral dimensión en el entramado mitológico de buen número de culturas desde el Imperio romano a Extremo Oriente y del Pacífico a Escandinavia o el Caribe.
Para entender la vigente profusión de los vampiros habremos de asumir su existencia, aunque dejando de lado la inclusión en la galería de monstruos clásicos, configurada por la literatura y universalizada en el cine, rastreando las circunstancias socioculturales que hace tres siglos contribuyeron a configurar los caracteres esenciales del mito. Pero habremos de hacerlo a través de la mirada de una época presidida por la superchería como vía explicativa de lo inexplicable.
ilustración del Dictionnaire Infernal
de Colin de Plancy
Entre los siglos XI y XII los vampiros comienzan a ser tenidos en cuenta por el oscurantismo eclesial, como atestiguan los textos en latín Dictionnaire Infernal, del francés Colin de Plancy, o De Nugis Curialium. Dichos compendios recogen relatos relacionados con difuntos excomulgados que por las noches abandonaban sus tumbas para provocar muertes en serie. Los cadáveres eran hallados incorruptos y manchados de sangre, siendo atravesados por una espada y quemados después para acabar con la diabólica maldición. No fue, sin embargo, hasta mediados siglo XVII cuando empezaron a circular con bastante asiduidad historias de 'revinientes' o Wurdalaks, denominación con que se conocía a los vampiros en buena parte de Europa Central, que succionaban la sangre de sus víctimas a través de una mordedura en el pecho, y no en e cuello como ha inmortalizado la ficción.
En 1484, con el beneplácito del papa Inocencio III, los dominicos Jacob Sprenger y Heinrich Kramer publican Malleus Maleficarum, que otorga al vampirismo la consideración de mal endémico. A mediados del siglo XVIII aparecen los primeros tratados 'científicos' en torno a la cuestión, como Dissertatione sopra i vampiri del arzobispo de Florencia Guiseppe Davanzati, o Vampiros de Hungría y Alrededores, del teólogo benedictino Agustín Calmet, obras que recogen testimonios médicos sobre el desenterramiento de cadáveres incorruptos. Algunos de los síntomas a través de los que los cazadores de vampiros reconocerían a sus víctimas serían los enterramientos prematuros, conservación del rigor mortis o incorruptibilidad corporal, hallándose albinos y pelirrojos en el punto de mira.
Cuando tenían lugar epidemias, el primer individuo en morir era a menudo considerado el causante de las demás muertes. Muy frecuentes siglos atrás, tisis y neumonías resultaban enfermedades muy contagiosas, relacionadas con la sangre, que presentaban una sintomatología tradicionalmente asociada a la figura del vampiro. No resultaban infrecuentes los enterramientos apresurados de personas que aún se encontraba vivas con el objetivo de evitar el contagio, por lo que al abrir sus sepulturas, para enterrar otros familiares, se descubría que el cadáver había intentado en vano salir al exterior, angustiosa circunstancia que fue, en no pocas ocasiones, asociada al vampirismo, al igual forma que ciertos fenómenos post morten hoy consideraos normales, como el crecimiento de las uñas y el cabello o las súbitas contracciones musculares. Patologías como la porfíria, capaz de provocar aclaramientos de piel, irritación de ojos, deformación de la uñas e hipersensibilidad a la luz solar, o la rabia, contribuyeron a la configuración del arquetipo. La rabia solo afecta en nuestros días a unas pocas decenas de miles de personas en todo el mundo, pero no resulta complicado equiparar su sintomatología a algunos de los manidos caracteres atribuidos por el folklore a los “no muertos”.
Tanto rabiosos como vampiros adquieren el mal a través de una mordedura animal, padeciendo el primero severos estados de insomnio que le atribuyen cierta propensión a vagar de noche lejos de su entorno habitual. El enfermo de rabia es un ser agresivo, con tendencia a morder, escupir y rechazar ciertos estímulos sensitivos, como no soportar la visión de su reflejo y no tolerar olores intensos, que hablar del visceral odio a los ajos atribuido a los vampiros. La fobia a la luz y al agua es otro frecuente síntoma de este mal y junto al rechazo del vampiro al agua, previamente bendecida, conviene reseñar su imposibilidad para atravesar cursos de ésta. Una última analogía referirá la supuesta hipersexualidad de los rabiosos, siendo frecuente que pasen días aquejados de priapismo o erección continua. El propio Drácula se transmutará en animal rabioso para copular con la lujuriosa vampira Lucy en la inmortal novela de Stoker.
El vampiro puede transformarse, según la leyenda, en lobo, murciélago o ratas, animales que casualmente son los principales portadores del virus de la rabia. En zoología los vampiros incluyen tres especies mamíferas del orden de los quirópteros y la familia de los desmodóntidos, que habitan regiones selváticas de América del Sur, tratándose de pequeños murciélagos que no superan los 100 gramos de peso y 20 centímetros de envergadura, provistos de dos incisivos con la función de practicar pequeños cortes en la piel de grandes mamíferos e incluso humanos, a los que pueden transmitir gérmenes patógenos. La saliva de estos murciélagos posee una sustancia que retarda la coagulación de la sangre y, por tanto, el cierre de la herida.
fotograma de Nosferatu,
de F.W. Murnau (1922)
Nosferatu retrocede ante símbolos cristianos como el crucifijo, el aguan bendecida, la hostia consagrada o el espino, que simboliza la corona que ciñó Cristo en su pasión. La superchería centroeuropea consideraba que su presencia o ubicación podía ser detectada mediante un ritual, también documentado al otro lado del mar, en la zona de Nueva Inglaterra, consistente en pasear un corcel totalmente blanco, o totalmente negro, a lo largo y ancho del camposanto local tras la puesta de sol. Éste relincharía alertando del lugar de descanso del no muerto.
Al sumergirnos en el mito podemos, no obstante, otorgar mayor relevancia al aspecto psicológico, en detrimento del físico, lo que no nos ubicaría lejos de las repugnantes fechorías perpetradas por ciertos psicópatas a los que en su momento se relacionó con el vampirismo, como Gilles de Rais, compañero de correrías de Juana de Arco, la aristócrata húngara Erzsebet Bathory o, más recientemente, Peter Kurten, conocido como 'el vampiro de Dusseldorf', maníaco sexual procesado por nueve asesinatos que lo llevaron al patíbulo en 1932. Conducía a sus víctimas a un bosque cercano a la ciudad para abrirles una herida en la garganta con un destornillador y beber su fresca sangre antes de rematarlas. Tan espeluznante historia fue llevada al cine por el maestro expresionista Fritz Lang en M, con Peter Lorre como protagonista.
Peter Lorre es 'M'
(El Vampiro de Düsseldorf),
dirigida por Fritz Lang en 1932.
Media docena de milenios después de que el vital flujo sanguíneo de los mortales, en especial recién nacidos, comenzase a servir de alimento a hematófagos demonios alados, generalmente femeninos, incorporados al folklore y la mitología en los albores de la historia a través de pinturas parietales, tablillas cuneiformes o el Antiguo Testamento, los “no muertos” han alcanzado la posmodernidad enfundados en chupas de cuero, haciendo de nocturnos clubs de streeptease lugar común en detrimento de decadentes criptas transilvanas. Ello por obra y gracia de un séptimo arte que ha dedicado más de tres centenares de films a estos inmortales seres, capaces de imprimir una superlativo valor metafórico al género de terror, universalizando al más celebérrimo entre todos ellos, inspirado en la figura de un belicoso príncipe valaco, empalador de turcos del siglo XV, a través de las eternas interpretaciones de Max Shereck, Bela Lugosi (cuyo “beso” fue inmortalizado en un famoso cuadro de Andy Warhol en 1963), Cristopher Lee, Klaus Kinski, Frank Langella o Gary Olmand.
Nosferatu, Eine Simphuie des Gravens (Una Sinfonía del Horror), dirigida en 1921 por Friedrich Murnau, constituye la primera adaptación a la gran pantalla del Drácula de Stocker. La falta de acuerdo con su viuda en lo referente a la cuantía de los derechos de autor, exigió la alteración de nombres, personajes y localizaciones, trasladándose la acción del Londres de finales del siglo XIX al Bremen de los años treinta de esa centuria, escenario histórico de una cruenta epidemia de peste. Aglutinando convencionalismos literarios y esencialmente rodada en escenarios naturales, la cinta, cuyo negativo estuvo a punto de perderse como consecuencia del incendio de unos estudios berlineses en la Segunda Gran Guerra, recrea de modo magistral una espeluznante atmósfera que alberga oníricas apariciones del conde Orlock, un abyecto vampiro calvo de manos engarfiadas y afilados incisivos. En 1979 se estrenó un remake que recogía el carácter teatral de la versión muda, Nosferatu, el vampiro, dirigido por Werner Herzog y protagonizado por Klauss Kinski. Los avatares del rodaje del mayor icono cinematográfico expresionista fueron revisados en La sombra del vampiro (1999), metraje que contribuyó a elevar la leyenda en torno al mítico film de Murnau.
Bela Lugosi, un Drácula para la eternidad
Junto al Drácula que Tod Browning dirigió en 1931, decidiéndose por la hipnótica mirada y cavernosa dicción del actor húngaro que había estrenado la obra teatral en 1924, Bela Lugosi, en detrimento del afamado Lon Chaney (“el hombre de las mil caras”), caben destacar títulos como Vampyr, la bruja vampiro, que, inspirada en la Carmilla de Sheridan Le Fanu, dirigió Carl Theodor Dreyer en 1931, La Marca del Vampiro (1935) o La hija de Drácula (1945), ambas protagonizadas por Bela Lugosi. Identificándose con el personaje hasta el punto de ser enterrado con la capa y el frac usado en el film de Browning, en la morfinómana y alcoholizada recta final de su carrera Lugosi reinterpretaría a Drácula en la comedia de terror Abot y Costello contra los Fantasmas (1948) y en el film de Ed Wood, considerado “peor película de la historia”, Plan 9 from Outer Space (1956), en cuyo rodaje fallecería, siendo sustituido por un doble que tapaba su rostro bajo los ojos con la capa.
La llegada del color traerá el uso explícito de colmillos sobre el cuello de las víctimas. El Conde Drácula cruzará de nuevo el Atlántico por obra y gracia de la productora británica Hammer Films que, de la mano del realizador Terence Fisher, había comenzado a retomar los clásicos del terror que tan notables resultados en taquilla habían dado a los estudios Universal en los años treinta. Si entonces la pareja Lugossi-Karloff había personificado las pesadillas de millones de espectadores, el tandem Christopher Lee-Peter Cushin, el eterno caza-vampiros Van Helsing, asumirá ahora ese papel. La Hammer dotó el subgénero vampírico de un hasta entonces inexplorado matiz erótico, que da sus primeros pasos en Las Novias de Drácula (1960), Drácula, Príncipe de las Tinieblas (1967) y, especialmente, Los Ritos Satánicos de Drácula (1973), que saca al conde de su decimonónico contexto victoriano habitual. Cristopher Lee intervino en algunas coproducciones hispanas dirigidas por Jess Franco, como La Maldición de Drácula (1971) o Kunfu y los Siete Vampiros de Oro (1972), en los años del infravalorado “terror made in Spain” con habitual presencia vampírica en títulos como La noche de Walpurgis (1969) o la coproducción hispano-gala Las vampiras (1972). Narciso Ibáñez Menta fue el primer actor español que interpretó a Drácula (1967), si exceptuamos la aproximación humorística, protagonizada por Fernando Fernán Gómez, Un vampiro para Dos (1965). Luís Escobar encarnaría al conde en la película protagonizada por el grupo infantil Parchís Buenas Noches Señor Monstruo (1982), y, el entonces popular, humorista andaluz Chiquíto de la Calzada en Brácula, Condemor (1997). No obviar paralelas incursiones en el vampirismo de la escuela italiana de los sesenta, con el realizador Mario Bava como principal exponente, como la familia del Wurdalak, uno de los relatos, protagonizado por un sesentón Boris Karloff, integrados en el film Las Tres Caras del Miedo (1963). Cuatro años después Roman Polansky aborda el tema, en genialmente metafórica clave de humor, con El Baile de los Vampiros (1967).
Coincidiendo en con los años de eclosión del movimiento negro en Usa, se estrena una curiosa adaptación con el título de Blácula (1972), tres lustros después Edie Murphy protagoniza la floja comedia Un Vampiro Suelto en Brooklyn. Tras hitos como el telefilme, en cuatro entregas, llevado al cine bajo el título Phantasma, El Misterio de Salems Lot (1979), basado en la homónima novela de Stephen King, el Drácula de John Badham, protagonizado por Frank Langella y Laurece Olivier, en el papel de Van Helsing, las dos entregas de Noche de Miedo, la barroca Nosferatu en Venecia (1986), o el “barriosesamesco” contador Conde Draco, el cine comenzará a modernizar la figura del vampiro en estrecha relación con cómics, videojuegos y 3 D. La exploración de las vertientes más underground del subgénero queda así ejemplificada en títulos como El Ansia (1983), de Tony Scott, protagonizada por David Bowie, Jóvenes Ocultos (1987), Abierto hasta el Amanecer (1996), de Quentin Tarantino, Darkness, la saga de Blade, Vampiros (1998), de John Carpenter, Van Helsing, las tres entregas de Underworld (2004-08), Drácula 2001, o el film ruso Los Guardianes de la Noche (2004), y su secuela. La trilogía de la novelista Anne Rice se adaptará a la gran pantalla entre 1994 y 2000, con Entrevista con el Vampiro, de Neil Jordan y La Reina de los Condenados.
Producida en la Romanía del megalómano Giauchescu, la patriótica producción de 1976 Vlad Tepes, así como una estudiantil adaptación norteamericana de 1996 y otra cinta de la misma nacionalidad titulada Vlad, El Empalador (1998), son las únicas aproximaciones cinematográficas a la figura histórica de Vlad III de Valaquia.
Vlad Tepes, conocido como Vlad el Empalador,
sanguinario príncipe valaco que sirvió de inspiración
a Bram Stoker para su celebérrimo personaje
Buen número de teleseries norteamericanas en clave teenager como Buffy Cazavampiros (2001-10) o El Jovencito Drácula, (2008-10), inundan hoy la pequeña pantalla, destacando una Moonlight (2008-10), donde el “vampiro bueno” vela por los mortales que le rodean, especialmente bellas féminas, contrarrestando, en su detectivesco papel, los desaguisados de sus congéneres, a los cuales las estacas no destruyen, sólo paralizan, pudiendo ser reflejados en imágenes en estos tiempos digitales carentes del nitrato de plata propio de la película de celuloide. The Blood (Sangre Fresca), 2004, basada en las novelas de Charlaine Harris, o The Vampire Diaries, adaptación literaria centrada en un triángulo amoroso entre adolescentes hematófagos, completan el descafeinado elenco televisivo. Por suerte, cintas como el film sueco Déjame Entrar (2006), ratifican que aún es posible lograr impecables registros con los vampiros como protagonistas. Crepúsculo y Luna Nueva, segunda parte de la adaptación cinematográfica de las novelas concebidas por la escritora Stephenie Meyer, consolidan la temática entre el público adolescente del siglo XXI de la mano de Cris Weidtz.
Sin viso alguno de pasar de moda, los vampiros seguirán fascinando a nuevas generaciones a través de lenguajes adaptados al devenir histórico, como ejemplifica la reciente adaptación teatral de un Drácula sin Colmillos escrita por Ignacio García May. Personificados en depredadoras, lascivas e hipnóticas criaturas, portadoras de la descomunal fuerza y sabiduría otorgada por una dilatada existencia, carente de envejecimiento y alimentación sólida, los anhelos humanos se graban en la figuración de estos atormentados hijos de la noche cuya solitaria carencia de respuestas vitales aproxima a unos humanos, necesarios como alimento, serviles custodios, acaso de repulsivos hábitos culinarios, de su vulnerable descanso diurno.
Jolly Roger
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